Hablar de sexo en un editorial no mola nada. Lo que de verdad mola es practicar sexo. Genera buen rollo, tonifica los músculos y te deja la piel suave. Y lo hay para todos los gustos y colores. Así que no me extiendo. Practiquen sexo y lean EL ESTAFADOR. O lo que es lo mismo,: follen más y jodan menos. Serán más felices.
Javisex
Piel de naranja
Amanecí con ganas de comer naranjas porque hundir los dientes en esa fruta suculenta me recordaba tu boca jugosa, tus besos mojados. Cuando la pulpa blanda cediera, yo lo sabía, recordaría tus labios entreabiertos, esperando, esperándome. Cuando el jugo resbalara por mi barbilla, evocaría la retahíla de besos encadenados que solían terminar su recorrido en mi pecho; alguna vez en mi ombligo; muchas otras en mi vientre. Amanecí, pues, de bala y recordando cómo caminabas, mujer, cuando recién habías hecho el amor: despidiendo aquella fragancia cítrica.
Cuando llegué a la cocina, deseoso y anhelante, descubrí que ya no había naranjas: en el fondo del frutero, endulzando el aire con su aroma sedoso, quedaba un plátano solitario. Me quedé mirándolo, frustrado, su tez amarillenta no me parecía, ni de lejos, tan excitante como la encendida piel de naranja que me recordaba tus piernas. Las pecas que lo cubrían no me recordaban tus lunares. Pero tenía hambre, así que abrí la fruta decidido: desollé su torso con cuidado para descubrir que su piel por dentro tenía nervaduras, como si fuera un pequeño sistema circulatorio. Ya no eras tú, ni tu boca llena de besos, ni tu mordisco afrutado buscando mi lengua. Ahí lo que había era un cuerpo descarnado, blanquecino y, según pudo comprobar mi mano, muy blando. Usé un dedo para reconocer el terreno, deslizándolo por la superficie cremosa, suave, como de terciopelo albo. El plátano respondió como una amante complacida, se dejó acariciar en silencio absoluto, dando paso a lo único que importaba en ese momento: recrear los sentidos, saciar el hambre. Mórbido, no opuso resistencia a la horca que sin compasión apretujaba su cuello; los dedos pueden ser muy crueles, las manos muy alcahuetas. El apretón le sacó un sonido como de chorrito: ¡prrt!
Con la fruta partida en dos, y usando mis manos a modo de pinza, acerqué uno de los trozos a mi boca. Después de olisquear como lo hace un animal buscando veneno en su comida, lo devoré casi sin sentir su cuerpo exangüe deshaciéndose entre mis dientes. Su húmeda carne de textura apenas fibrosa, acariciaba mi paladar. Esa fue la última vez que amanecí con ganas de tocar tu piel de naranja: aquella fruta escondía un sabor manso y bondadoso que me borró la acidez de tu recuerdo.
EL IMPULSO
Cuando el impulso llegó aún viajaba en el asiento trasero del coche oficial. Esta vez sólo se desanudó un poco la corbata y respiró hondo, no se atrevió a acariciarse levemente, como en otras ocasiones. Últimamente se imaginaba como algo perfectamente posible que su conductor, tan rígido y hostil a su manera, tuviese instalada una cámara en la parte trasera de su gorra. En ese momento le vino a la cabeza aquel proyecto de los robots conductores, afortunadamente olvidado, en su opinión, alguna ventaja debía de tener no haber querido invertir un duro en investigación. Porque por lo demás todo eran inconvenientes: manifestaciones, desprestigio creciente, críticas aviesas hasta del sector empresarial (de qué van ésos), y una decepción secreta clavada de por vida. Un grupo de investigadores universitarios había conseguido desarrollar su sueño en una universidad estadounidense, tras abandonar el país por falta de comunicación y medios. Se trataba de un prototipo (que él hubiese podido ver crecer día a día) que superaba la vulgar idea de muñeca hinchable: en un futuro no muy lejano será una compañera suave y fiel, te escuchará, reirá, conversará, mantendrá la mirada y dejará caer los ojos, chateará contigo, manifestará deseos sexuales, se mostrará apasionada y cariñosa; podrá ser terriblemente carnal o hacerse invisible para mitigar cualquier impulso en los lugares más insospechados. Y todo eso, que le hubiese devuelto la vida, se escurrió de entre sus manos el día que tuvo el impulso de aceptar alegremente los recortes en su departamento.