26/09/2012
No es lo mismo estar solo que sentirse solo. Estar solo cuando a uno le apetece es muy gratificante, sentirse solo puede ser más jodido. En España estamos solos y abandonados por los políticos a los que hemos elegido. La verdad es que les importamos un pimiento. Nuestro sistema «democrático» es un sistema virtual (en su sentido literal contrario a lo real), por el cual una vez cada cuatro años se vota a partidos políticos que son intrínsecamente corruptos y endogámicos. Organizaciones de listas cerradas que sirven a sus propios intereses y a los de sus allegados, dejando al pueblo sumido en la más profunda soledad durante los cuatro años siguientes. Así una y otra vez. Necesitamos una renovación profunda del sistema. El congreso rodeado por miles de ciudadanos y la policía utilizando la violencia con la gente de forma indiscriminada, golpeando, violando las libertades de manifestación de cualquier ciudadano en una democracia son pruebas irrefutables de la soledad en la que se encuentra el pueblo y la distancia infinita con sus políticos, verdaderos responsables de la crisis en España, dispuestos a no cambiar absolutamente nada para mantener un poder abusivo sobre la gente. Para muestra, y como máxima representación de la soledad de la que les hablamos, una imagen de los incidentes del 25S a continuación. Sin desperdicio. Sin nada ni nadie. La soledad.
Javirroyo
La soledad
Cada cierto tiempo, aparece una noticia que habla sobre alguien que ha sido encontrado en su casa después de llevar varios días muerto. Los vecinos avisan a la policía alarmados por el mal olor. La comparación se desliza casi sin querer: Olía a gato muerto. El socialismo de los cuerpos en descomposición. Ha pasado en sitios como Londres o el barrio en el que viví de pequeño, Santa María de Gracia (Murcia). La información da paso a juicios de valor sobre la sociedad moderna, la terrible soledad en la que se vive en las grandes ciudades y hasta en los barrios pequeños. Se abusa de los adjetivos. Tu cadáver se pudre de forma paradójica porque entre las fibras musculares y las células adiposas brotan millones de pequeños bichos. Vida, muerte y viceversa. Te mueres solo mientras los agentes de bolsa siguen comprando y vendiendo, las amas de casa friegan los platos sin entusiasmo, los jóvenes se emborrachan en los parques, los alcaldes buscan desesperados algo que recalificar en estos tiempos de desesperanza, los artistas se ahogan en internet. La vida es una mierda. Y, sin embargo, es inevitable sentir cierta envidia por una muerte así. La soledad como aspiración, como utopía en un mundo lleno de vecinos molestos, jefes tiranos, policías cavernícolas, hijos ubicuos y teléfonos ruidosos. Poder cerrar la puerta de casa, mandar a tomar por saco al mundo. Un astronauta cómodamente alojado en su traje espacial que flota en medio del Universo, útero inmenso cuajado de estrellas. Estar solo, felizmente solo.
En casa de soledad
Observó la pared del salón, impoluta y sin asperezas, se preguntó cómo podía ser tan blanca, tan pulida: convencional. «Aburridísima», pensó, «pero así es como tiene que ser». Arrastró la yema de sus dedos sobre la superficie, también su mano era blanca y lisa, tan suave, tan bonita, con las uñas pintadas a la perfección, limadas y brillantes. Una mano que, lenta, se complacía sobando el tabique inmaculado mientras la otra se aferraba a su tercera copa de vino. La botella de tinto, a medio llenar, reposaba sobre una prístina mesita de madera, herencia familiar.
—Yo también soy una herencia familiar —le confesó al mueble. Volvió a su bebida, sorbió un trago con la mirada aplastada en la pared, la verdad es que tenía unas ganas tremendas de estampar la copa en esa blancura sólo por quitarse el aburrimiento de encima, se dijo, pero también eran unas ganas enormes de romper su pulcritud —la del muro y la de la copa, acaso la propia—, ganas de agrietar la superficie tan lisa, ganas de transgredir no sólo las normas establecidas sino las propias, de hacerlas plastilina y moldearlas, ganas de doblegar las rejas de su propia cárcel.
La tentación le colgaba temblorosa de la punta de los dedos, pero no se le ocurría ninguna excusa válida para dejarse llevar: ¿cómo justificar semejante estallido? Quizá podría alegar enajenación temporal, o mejor aún, negarlo. Sí, podría decir que no sabía cómo había llegado eso ahí. ¡Maldita lucidez! Cerró los ojos, entonces pudo verlo: el vino chorreando muro abajo y, como si fuese un sembradío abierto de piernas listo para recibir semillas, las gotas abriendo surcos que llegarían hasta el suelo cubierto del cristal hecho añicos; incontables trozos de vidrio como pequeñas lupas sangrientas.
Decidida, abrió el armario y no vio que con la puertita astilló el asa de una jarra de cristal de Bohemia, no lo vio porque ya no veía nada que no fuese el hematoma que tacharía esa albura, quizá no lo vio porque la obsesión causa ceguera parcial, o selectiva, según se mire; o tal vez no lo vio porque ya no veía nada que estuviera fuera de sí misma.
Se dijo que lo peor que podía pasar era tener que quedarse limpiando hasta tarde o repintar la pared, al fin y al cabo de vez en cuando hay que darle rienda suelta a la locura. ¡Que se desboque! Seguro que lo habrá dicho algún terapeuta: es lo más cuerdo que te puede ocurrir. O quizá lo dice mi cordura para justificar sus deslices, eso pensó.
Sacó otra copa del aparador, la llenó de vino hasta la mitad y acercó su nariz al borde, se permitió embriagarse un poco más con el aroma a demencia frutal que desprendía la bebida. Llegó a preguntarse cuántas personas habrían matado a otras sólo porque fueron mordidas por un deseo venenoso, se percató de que podía entenderlo. Ella también podía dejarse clavar el aguijón de una obsesión, sí. Alzó el brazo para apuntar la copa con pretensiones de bala, se dio la vuelta hacia la pared sentenciada, pero en su lugar se topó cara a cara con la voz de Fernando que salía de su figura recién llegada al zaguán:
—Hola, amor, ya estoy en casa —tras él, sus pasos cercanos; tras él, su voz de realidad cotidiana, de normalidad; su voz de muros blancos.
—Ay, Fernando, no escuché la puerta —rápida, dejó el improvisado proyectil junto a sus ganas y a la otra copa—. ¿Cómo estuvo el viaje?
—Cansado, lento, largo. ¿Y esa otra copa de quién es?
—Tuya —le dio la espalda a la pared y propuso—. Brindemos, ya estás en casa.
SOLEDAD
“Ya se nota que van más abrigados los presentadores, este otoño viene frío. La del tiempo ya no se pone tantas minifaldas, y mira que está guapa; lástima que salga tan temprano, si no toda la gente se quedaría prendada de ella en las televisiones del centro comercial. Qué tranquila es la mañana, comparada con las peleas de la tarde, hay que ver cómo se insultan y atacan, ¡y es que se nota que es de verdad, que se llevan a matar! Y el vecino de enfrente siempre pendiente de lo que veo en la tele para ponerlo él, como un día la apague se va a enterar”.
“Ya está la del bloque de enfrente mirándome de reojo, qué mal disimula. Recuerdo hace cuatro años cuando estuve subido a una escalera tres horas y ella sin perder detalle, y yo sin bajarme por tal de ver qué hacía, y ella con la cabeza de un lado para otro de la pantalla a mi ventana. Ya viene el frío, el de los deportes sale con una chaqueta más gruesa, y ellas con cuello alto. Eso lo hacen para protegerse la garganta y no tener problemas con la voz. Seguro que los tertulianos de media mañana y los del fútbol de la noche vienen también abrigados. Y es que anoche dijeron que iba a hacer frío, aquí también”.
Os propongo un ejercicio. Coged una película porno. La más salvaje y de más folleteo que tengáis. Sentaros a verla sin nadie alrededor, sin luz, como siempre, vamos. Cuando estén en pleno desparrame id quitando el sonido y poned esta canción de Javier Andreu: http://grooveshark.com/#!/s/Golpes+De+Soledad/3Na7BI?src=5
Hasta el miércoles que viene.
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Este comentario también se siente solo.