11/12/2013
Como dicen que ya nadie lee no tengo que preocuparme mucho por lo que pueda decir aquí, es más, voy a soltar cualquier disparate, total, siempre fui la rarita esa que lee mucho y encima hasta escribe.
Literatura, bla, bla, bla… ríos de tinta han corrido desde que se inventó la imprenta, aunque en esas aguas no se mojan tantos como, quizá, debieran.
En esta época en la que todo parece ir a velocidades de vértigo, detenerse en la lectura de un libro parece impensable para algunas personas, mientras que para otras es un oasis en medio del caos actual. Los libros siempre han causado revuelo, provocado hogueras e incitado pasiones de toda índole. La última es la guerra fría entre los libros de papel y la literatura digital: hay quien aboga por conservar el romántico aroma de los libros y mantener el gesto —casi erótico— de deslizar un dedo por el papel impreso y, por otro lado, hay quien asume que lo único que importa es el contenido.
En este número queremos aportar nuestro punto de tinta: la literatura en El estafador.
Belisa Bartra
Vivir de las letras
Decidió que su escrito era inservible como lectura, así que cortó las hojas en trozos pequeñitos. Trinchó uno con el tenedor y se lo llevó a la boca; tras masticarlo, bebió un sorbo de agua y se dijo: «después de todo no está tan mal, de algún modo la literatura tiene que alimentar».
Hola, soy Fede, el que escribe “Situaciones cotidianas”. El tema de esta semana es la Literatura, lo que no me deja otro remedio que afrontarlo en primera persona. Debo decir también que en mi empeño de ser escritor, ustedes, que leen esto, son parte imprescindible. Existe cierto amor en esa relación que establecemos de vez en cuando, un amor anónimo y caduco, pero, qué demonios, amor al fin y al cabo. Decía Borges (en el prólogo a la primera edición de “Historia universal de la infamia”) que “los buenos lectores son cisnes aún más tenebrosos y singulares que los buenos autores”. Quisiera aprovechar la ocasión para hacer mi aportación, menos delicada como se verá, al bestiario de escritores y lectores. Ahí va.
La berrea es el periodo de celo del ciervo rojo y empieza a comienzos del otoño boreal (finales de septiembre). Los machos emiten tremendos sonidos guturales, quieren marcar territorio y montar hembras a diestro y siniestro. El imperativo genético les impulsa a pulverizar su ADN en todo útero fértil que hayen disponible. Pues bien, a pocos metros de mi casa, hay un zoo. Ciertamente expresiones como “otoño boreal” dan risa en Murcia, mi ciudad, pero berrear berrean los ciervos del zoo. Algunas noches, me tumbo en el sofá de la salita, abro la ventana y dejo que entre, con suerte, la brisa nocturna de octubre. A pocos metros de mi cómoda posición, los machos de ciervo rojo, estiran el cuello con sus poderosos músculos, y berrean. Por mi parte, leo, y cuando Artaud o Debord hacen de las suyas en una frase brillante o en un verso aterrador, berreo junto a los ciervos. El imperativo literario me dicta que marque mi territorio frente a otros posibles lectores, que lea todos los libros necesarios a diestro y siniestro, que pulverice mi mente, mi conciencia, entre todos los textos palpitantes que haya disponibles. Como autor podré ser un mindundi pero como lector soy el macho alfa.
La taberna
Hoy he estado recordando en un café, junto a un viejo compañero de correrías juveniles y cómplice de primeras lecturas, “La taberna” de Émile Zola. Qué crudeza, qué forma tan dura y a la vez tan sensible y detallada de retratar los suburbios de París. Esa obra huele a orines, desesperación, alcohol, fracaso, sudor… La miseria, la insalubridad se sienten, se palpan; se percibe cómo van rodeando, estrangulando a los protagonistas sin remedio. Abandono, soledad, injusticia, violencia. Me imagino acodado en el mostrador de esas tabernas, callejeando hombro con hombro con los personajes, oliendo como ellos, dentro de sus ropas y sus lechos, introduciéndome por cualquier resquicio de esas vidas dominadas por la ruindad. Compartiendo esa pobreza, sobreviviendo cada día con la cabeza gacha y los zapatos rotos, sin ningún tipo de horizonte, dentro de un submundo asfixiante, cada vez más pequeño y cerrado.
Me despido y me uno a la ciudad nocturna a buen paso. Siempre paseo por las calles principales. De noche jamás me veréis atravesando una callejuela. Me encanta la iluminación de los comercios, el bullicio de las últimas compras. Sí es verdad que llevo mal lo del tráfico, pero es algo inevitable en esta sociedad tan decadente que nos ha tocado vivir. Por desgracia, esto no hay quien lo cambie. Me gusta atravesar las plazas mejor iluminadas. Observar a los transeúntes, tomar notas, imbuirme de espíritu urbano. Adoro a los artistas callejeros, los mimos, los músicos. Todos encierran una gran historia, son una inspiración sublime. A veces me detengo a admirar su actuación y les dejo unas monedas, incluso alguna vez un billete. Esta noche estoy tan lleno de luz que incluso me paro a escuchar bajo la nieve, con este frío, a un acordeonista. Su música me traslada a momentos imborrables de mi juventud, a páginas y más páginas de la mejor literatura decimonónica. Menudas construcciones novelescas. El músico lleva unos gruesos guantes, para mi sorpresa pasea torpemente los dedos por teclas y botones, y abre y cierra el acordeón de forma somnolienta y aburrida, con la mirada perdida. Unos minutos más tarde, con la ventisca arreciando y la cara húmeda por los copos que la golpean, adivino lo que pasa: la música está grabada, suena desde algún reproductor escondido en el sucio fardo junto al que descansa su perro. Odio los trucos, ¿no lo había dicho? Aprieto el billete de cinco que llevo en el bolsillo y aligero el paso. La verdad es que estoy congelado, casi no siento los pies.
Hmérides, por Héctor Morejón
© 2024 EL ESTAFADOR | Theme by Eleven Themes
Aprovecho para saludar a mi familia que no me estará escuchando…