30/06/2021
Lo que nadie nos dijo es que nuestros rostros cambiarían irremediablemente con el uso de las mascarillas.
Nuestro pueblo, situado en un valle de difícil acceso, parecía en principio protegido frente a la propagación del virus, y muchos de sus habitantes opinaban que la medida no solamente era inútil sino que además podía alimentar una psicosis colectiva.
Nuestro alcalde explicó que si bien la situación geográfica del pueblo suponía cierta protección, un solo caso podía traer un contagio en cadena. Además, le habían mandado desde la capital unas mascarillas experimentales, más fijas y tan cómodas que no hacía falta quitárselas ni para dormir.
Años más tarde, durante el juicio, el alcalde diría que desconocía por completo los efectos secundarios de la mascarilla.
Días antes de que nos las quitáramos corrieron muchos rumores acerca de las secuelas. Unos decían que tenían efectos corrosivos sobre los dientes, los huesos y los músculos de la cara. Otros que nuestras voces cambiarían para siempre, o incluso que iba a ser imposible quitárselas.
Finalmente fijamos un día para reunirnos en la Plaza Mayor y proceder a la retirada, que se efectuaría por estricto orden alfabético.
A Ramón Álvarez le temblaron las manos y la voz mientras trataba de separar las tiras elásticas de sus orejas.
No me miréis así, joder.
Tras notar el pasmo en los ojos de sus conciudadanos, reclamó un espejo. Tardó unos minutos eternos en entender en qué se había convertido su mandíbula.
En su lugar exhibía ahora una escena viva y aterradora. Desde la nariz hasta el mentón y de una oreja a la otra, lo que veíamos era un bosque en llamas, laderas carbonizadas, animales calcinados.
Los peores temores se habían quedado cortos y el terror se apoderó de Teresa Arizamendi. Pero al retirarse la mascarilla, lo que vimos fue una escena confusa donde lo que parecían ser brazos y piernas se entrelazaban en medio de unas sábanas agitadas. Teresa se ruborizó pero todos sentimos un enorme alivio al darnos cuenta de que lo que se reflejaba ahí era una escena íntima entre Teresa y su marido.
Y así fuimos desfilando todos, ofreciendo escenas de una variedad desconcertante: barrotes de una celda, formas abstractas llenas de luz, la partitura del Réquiem de Mozart esbozada en una lista de la compra, bebés jugando, caballos desbocados…
Cada uno de los habitantes del pueblo había dado forma detrás de su mascarilla a una representación viva de los sentimientos que le habían dominado durante el año de pandemia, desvelando emociones que en muchos casos se querían ocultas.
Clamando por su inocencia, el alcalde argumentaría que nosotros éramos los únicos responsables de nuestros sentimientos.
Etiquetas: mascarillas, pandemia
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