A mí me lo había contado la señora Ágata, pero casi todos los mayores del pueblo también lo creían. Cada 15 de agosto, la Virgen de la Asunción era capaz de forzar el mar a devolver a tierra a los que se había tragado durante el año.

Mi padre, a pesar de su larga experiencia como pescador, había desaparecido en febrero. La mala mar, un golpe de viento, alguna temeridad… Nunca supimos qué había pasado.

A medida que se acercaba la medianoche, la playa se iba llenando de gente. No sólo acudían los familiares y los amigos de los fallecidos, sino que también venían todo tipo de curiosos, atraídos por el rumor de ese inexplicable fenómeno.

La noche era tranquila y una luna generosa irradiaba el agua con una luz que nos llenaba de esperanza.

“¡Ahí vienen unos!”, gritó alguien en la playa, y todos nos precipitamos hacia el punto donde la embarcación tocaría tierra. “¡Otra barca! ¡Allá!”

Pronto el horizonte se llenó de embarcaciones en una proporción que nos llenó de incredulidad.

No habían muerto más que una decena de personas en el mar aquel año y no nos podíamos explicar la aparición de tanta gente, porque enseguida vimos que cada una de las barcazas estaba atestada de gente.

La primera barca llegó y vimos que no menos de cincuenta africanos la ocupaban. Se lanzaron a nuestros brazos, felices de que por fin alguien los estuviera esperando en algún lugar.