EL ESTAFADOR #179: CORTINAS DE HUMO

09/10/2013

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Una de las múltiples bondades del sistema capitalista es la gran cantidad de variantes sobre un mismo producto que nos da a elegir un mercado libre. Por poner un ejemplo, en el caso de las cortinas de humo las hay de todos los colores y tamaños. Hay cortinas de humo con formas de peñón de Gibraltar, intentando tapar sobres con dinero falso que financian partidos. Hay cortinas de humo en forma de libertad que tapan tramas y sistemas de espionaje a nivel mundial. Hay cortinas de humo en forma de diplomacia rancia internacional que tapan prácticas de torturas humanas de países completos hacia una parte de sus ciudadanos. Hay cortinas de humo que hablan del derecho a la vida y en realidad están ocultando el derecho de la mujer  a decidir sobre su cuerpo en un tema como el aborto… En fin, esto de las cortinas de humo es un verdadero mundo. Nosotros les mostraremos un trocito.

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Javi Cejas

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Javier Vázquez 

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Marc Torices

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Bernat Solsona

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Carlos de Diego

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Iñaki San Miguel

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Jojaio - Cortina de humo - Otros engaños

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Federico Montalbán

Maite se tomó siempre muy en serio todo lo relativo a las teorías de la conspiración. Durante un tiempo se dedicó en cuerpo y alma a luchar contra los chemtrails, esas estelas blancas en el cielo que algunos fotografiaban como formaciones hermosas, eran para ella regueros de armas químicas utilizadas para cambiar el clima y jugar con la naturaleza. Igualmente, se entregó en cuerpo y alma a denunciar el origen sistémico y contrarrevolucionario del 15M o la trampa mortal que para nuestra intimidad suponía Internet.

Pero de entre todas las teorías de la conspiraciones, sus favoritas eran las cortinas de humo. En su cuarto, colgado en una de las paredes, tenía un gran calendario en el que se podía apreciar con un simple vistazo cómo coincidían toda clase de eventos deportivos o asesinatos macabros con la agenda política tanto nacional como internacional.

Maite fumaba y presumía de poder desentrañar los misterios del poder entre las volutas que producía el tabaco al quemarse. Tenía la debilidad irracional de jugar a ser pitonisa. En ese caso, se trataba de una cortina de humo reveladora, permitía ver la verdad más allá. A Maite le gustaba fumar y dejarse llevar por las caprichosas formas del humo. Le hubiera gustado también haber podido culpar a la Armada o al CNI de su enfermedad pero parecían muy vulgares, ella y la enfermedad, para enfrascarse en una nueva teoría de la conspiración. Así que se limitó a seguir las instrucciones del médico hasta morir en la cama de un hospital.

Maite se hubiera alegrado mucho al saber que, una vez muerta, ella y las otras 32 personas que fueron sometidas al experimento, su cuerpo liberó grandes dosis de una toxina artificial que, extendiéndose por el aire, provocaba un aumento de la concentración de bromuro en sangre. El bromuro, ya se sabe, provoca indolencia, falta de apetito sexual, sumisión y, por supuesto, favorece el control social.

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Bárbara Alcaicon vacio EL ESTAFADOR #170: LOLicon facebook estafa EL ESTAFADOR #170: LOL

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Julieta Arroquy

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Juanfran Molinaicon facebook estafa EL ESTAFADOR #167: ESCUELA PÚBLICAicon vacio1 EL ESTAFADOR #167: ESCUELA PÚBLICAicon twitter estafa EL ESTAFADOR #167: ESCUELA PÚBLICA

Cortinas de humo

Hoy, en el segundo aniversario de su muerte, aún recuerdo el día que mi abuelo llamó a la radio. Creo que fue la única vez que lo hizo en su vida. Yo estaba parado ante un semáforo, escuchándola distraído en el coche. La mañana era fría y lluviosa. Los rostros de los ocupantes de los otros vehículos mostraban un barniz taciturno. Parecían lingotes de esperanza, antaño brillantes, ensombrecidos, gastados y mordidos por la derrota callada, la cotidianidad y la rutina.

La gente caminaba presurosa, abrigada y embozada, los paraguas querían volar. Desde el programa el locutor deslizaba mensajes publicitarios que sus contertulios apoyaban mientras lanzaban bromas, contaban anécdotas y reían a carcajadas. Esas risas sorteaban el frío y el aguacero colándose por auriculares, estallando dentro de oídos a los que decían desear sinceramente entretener y alegrar. Las risas también se dispersaron por el habitáculo de mi viejo utilitario. No contagiaron nada.

Dieron paso a las llamadas de los oyentes y surgió mi abuelo disculpándose por sus nervios. Quería opinar sobre algo que le tenía alterado desde hacía un par de meses. Le preocupaba sobremanera el Partido de la Verdad (PV); la nueva y revolucionaria opción que apoyábamos todos y que estaba alcanzando renombre incluso más allá de nuestras fronteras. Decía que le horrorizaba su agresiva y exitosa campaña en pos de desenmascarar todos los trucos del Estado, de las comunidades autónomas, de cualquier gobierno a cualquier nivel. Su voz temblaba (ya estaba muy mayor), pero se hacía más estentórea conforme cimentaba sus argumentos. Los invitados al programa no le interrumpían, algo que yo deseaba con todas mis fuerzas. Me lo imaginaba de pie, quijotesco, en amarillento pijama a rayas y pantuflas ante el vetusto teléfono de pared, sosteniendo una hoja temblorosa arrancada de uno de sus muchos cuadernos de notas, en los que solía apiñar con letra pequeña y apretada ideas de un cariz bastante onírico que a nadie interesaban. Tenía tantos que mi abuela, por tal de quitárselos de encima, durante una época me ha estado animando a llevármelos a casa por si podía sacar algo en claro para volcarlo en mis creaciones.

Yo, periodista free lance y escritor con obra por estructurar, como ya habrán adivinado a través de mi prosa, decidí aparcar en un pequeño solar abandonado para tratar de asimilar tocas las cosas que decía mi abuelo con un tono cada vez más seguro y sin que nadie tuviese el detalle de mandarlo a callar de una vez. Temblando, llegué a la conclusión de que querían hacer una pira con él como sacrificio ante un nuevo dios. Por un momento, tuve ante mí un primer plano de su rostro anguloso, casi transparente, en la televisión, tachado con un aspa rojo fuerte.

Transcribo algunas partes de su ingenua y delirante intervención, y resumo otras para así tratar de hacerles llegar la angustia que sentí: venía a decir el intelectual de la familia hasta mi aparición, que los acontecimientos le tenían sobresaltado, impidiéndole incluso conciliar el sueño. No creía para nada en la libertad real de individuo, y abominaba de ese dicho cristiano que sostiene aquello de que la verdad os hará libres, lo que sí hará es complicarnos la vida, afirmó, permitiéndose cierta jocosidad. Expuso su preocupación sobre ese repentino interés en descubrir toda la verdad sobre toda acción gubernativa, lo calificó de insensato y señaló sin ambages que los que mandan llevan el peso del mundo por nosotros. Explicó que las cortinas de humo habían existido desde siempre, aunque reconoció que bien es cierto que antes eran más lejanas; disimulaban lo que no debíamos conocer a nivel mundial o nacional de tal manera que ni nos dábamos cuenta. La verdad es que ahora las hay en cualquier sitio, y les da exactamente igual que las identifiquemos como tales, concedió. Vas a cualquier pueblo y la plaza está rodeada, casi siempre, por una cortina de humo que los hechos que esconde mueven sin reserva; todos miran, pero ya nadie pregunta nada. Silenciosa y tupida, de un gris lechoso que molesta un poco pero al que te acabas acostumbrando, roza los pies, produce leves cosquilleos, envuelve juguetona y las más de las veces termina entreteniendo que no veas.

Curiosa actitud, añado yo, esa de acatar o incluso abrazar la cortina, mirándola con resignación aprobatoria. Acceder a mantener la paz a fuerza de silencio y de hacer como que se desconoce la función de esos acontecimientos gratuitos e inconexos que rodean todo; y luego querer conocer hasta el último detalle de la vida de la gente, si es el lado malo mejor. Querer indagar en su sufrimiento, mirando la pantalla sin pestañear u observando al vecino enfermo o con problemas caminar con su desgracia a cuestas, reprochándole calladamente su discreción, deseando que se siente junto a nosotros y se abra hasta que su sangre llegue al final de la calle.

Dijo cosas de viejo, de otro tiempo; insoportablemente oscuras, desde luego: que si un día lo sabemos todo no lo podremos soportar y nos estallará la cabeza, que si nos han preparado siglo tras siglo, generación tras generación para no querer ni saber mirar claramente la realidad; para no ir más allá de cualquier dulce quimera que hiciesen bailar ante nuestros ojos, considerándola equivocadamente como contraposición de lo cotidiano, esos pequeños problemas, reales o inventados, que, arguyó, eran como una sucesión de pequeñas cuerdas que van atando fuerte y en corto la vida y el pensamiento. Y blablablá.

Teorías conspirativas, opiniones dignas de una mente ya fatigada, tristemente limitada aunque voluntariosa y con evidentes muestras de chochez y elocuentes indicios de la enfermedad de Alzheimer. Finalmente, gracias al cielo, el locutor tuvo a bien detener ese mal rato para su familia y amigos, aunque él insistía en que lo llevaba todo anotado y le quedaba la mitad por decir. “Hasta aquí la opinión de Alfonso Ferrer”, anunció el locutor con voz cantarina. “No queremos ni necesitamos saber la verdad” le dio tiempo a gritar a mi abuelo antes de que la comunicación se cortase.

En fin, dos cosas abuelo: en primer lugar, estate tranquilo, todo sigue igual. Y en segundo, los cuadernos siguen en el maletero.

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Javier Vázquez 

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Iñaki San Miguel

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One Comment

  1. Bartolo dice:

    Cof, cof