30/01/2013
En los despachos de la calle Génova circulaban sobres silenciosos, medio invisibles, repletos de dinero negro, oscurísimo… Dinero que pasaba por allí ayudado por señores como Bárcenas. Dinero sin papeles que utilizaba los sobres como pateras para llegar de lugares muy oscuros hasta bolsillos de gente poderosa que (parece ser) les invitaban a viajar por Europa, hasta lugares tan lejanos como Suiza… Posiblemente sobres con historias dentro, oscuras también. Los sobres del silencio. Los sobres de la vergüenza.
Javisobres
El sobre que tapa la boca
—Escoge uno —le dice el tesorero del partido a su colega, después de poner sobre la mesa tres sobres cuyo contenido no es visible pero sí obvio.
El primero, luce flaco, mal alimentado. El segundo deja ver una barriga robusta que insinúa cenas opíparas, regalos oportunos, y algún que otro viaje interesante. El tercer sobre, francamente gordo, abultadísimo, promete sin ambages lo que él denomina buena vida.
El tesorero lo mira directamente, él cierra los ojos, muy apretados, como cuando una migraña amenaza con romper el cráneo y parece que la única manera de evitarlo es presionar con fuerza el entrecejo. Los tres sobres le ofrecen, piensa él, cuatro posibilidades: adueñarse del flaco, le obligaría a hacer la vista gorda por un tiempo; si, en cambio, se decide por el robusto, tendrá que callar y además hacer algún que otro favor incómodo. El sobre gordo le cerraría la boca a cal y canto, le ataría las manos y pondría su alma en venta. Pero, ¿y la buena vida? La cuarta posibilidad es no coger ninguno, y pagar así su propia libertad. Pero él sabe, —y lo sabe bien— que la tentación le tira de la punta de los dedos, y que con eso no puede vivir, que la verdad es que prefiere el riesgo de pillarse los dedos a esa maldita pobreza.
Abre los ojos decidido. Sólo puede elegir uno, pero ya lo quiere todo.
—¿Cuánto vale tu boca? —el señor tesorero, aburrido, espera su respuesta.
—¿Cerrada o abierta?
Hegel en la calle Génova
Según Hegel, la dialéctica se presenta como la atribución a un único y mismo sujeto de dos predicados opuestos. Se trata de demostrar de qué manera una determinación que pertenece a un predicado es, en sí misma, también su propio opuesto; de qué manera, por consiguiente, se suprime a sí misma en sí misma.
Apliquemos esto al caso de los sobres con dinero negro de los que, al parecer, se repartían en la calle Génova. ¿Cuál es el predicado de dichos sobres? La respuesta hay que buscarla en su interior, esto es, en el dinero (símbolo muerto por los que tantos se desviven). Los billetes que se repartían, al parecer, los dirigentes del PP, predican corrupción, burla, sinvergonzonería, avaricia, «yo estoy en política para forrarme». Pero, según Hegel, junto a los billetes de 500 euros, los sobres deben contener en su interior la forma de anularse a sí mismos. ¿Llega esa anulación por el contrario evidente: justicia, solidaridad, reparto de riqueza…? No son tiempos de inocencia, en todo caso lo son de estupidez mayoritaria y espíritu bovino. Vacas con glaucoma, sordera y artrosis generalizada. Una antítesis así formulada, con simpleza de antónimo, que deposita su confianza en argumentos razonables, no acabará con la tesis del dinero negro. La razón ha sido disfrazada de espectáculo, invalidada. ¿Cómo llegar al antipredicado, entonces?
Quizás la dialéctica permita cierto barbarismo. Digo esto porque me acuerdo de un tema de El Estafador de hace unas semanas: bolis en el ojo.
El sobre y el invitado
El interior de la cabeza del diputado es, desde hace lustros, un espacio libre y relajado. Lo recorren amplias autopistas interconectadas donde brilla la luz y resplandece la rectitud. Cualquier obstáculo o duda han sido vencidos por el tiempo, la autocomplacencia y la ambición. El pensamiento y la conciencia viajan libres de la mano. En el exterior su presencia es augusta: el halo del político experimentado que le permite brillar un poco más que los demás cuando aparece sonriendo en público, echándole graciosamente al contrario sus huestes encima.
Los sobres son suaves, discretos, un poco más estrechos de lo normal, y llevan siempre escritas pulcramente con pluma las letras primera y última de su segundo apellido. Él fantasea a veces con que son invitaciones a alguna fiesta secreta para elegidos, celebrada en una isla perdida del pacífico, o algo así. Casi siempre tienen un elegante color marrón claro y huelen a nuevo, a limpio. El aroma de los billetes no suele imponerse al del papel, si exceptuamos la época de la “burbuja”, en la que hubo un par de ocasiones en las que olían fuertemente a pescado, qué le vamos a hacer. En aquellos momentos, el diputado se deshacía pronto de ellos, rompiendo su rutina sagrada: así como el país, en su experta opinión, debe avanzar sin estridencias, mediante un pausado, constante y rítmico pedaleo, los sobres entran en su caja fuerte situándose en lo alto del montón, lo que permite que el de abajo del todo salga, presto a ser debidamente utilizado por toda la familia: la hija mayor, que estudia en Londres y siempre vuelve comentando las diferencias de comportamiento entre los ingleses y los españoles, “tenemos mucho que aprender”; el hijo, reciente universitario que no para de dar caña a los políticos en la mesa; o la esposa, que tanto admira a su marido, “deberías escribir un día un libro, recopilar tu pensamiento”.
La vida sigue, el país avanzará a pesar de los pesares, sabrá sufrir, alguien le ayudará. Todo debe ser equilibrio, paciencia, pedaleo constante, orden. “Mejor que estemos nosotros a que estén otros”, le dijo su mentor aquella tarde en el coche, cuando le dio el primer sobre. “tu dedicación y desvelos no están pagados”. Todo esto piensa el diputado mientras sube sonriente las escaleras en dirección a la reunión del partido. Piensan proponer con carácter de urgencia un gran pacto de estado contra la crisis y la corrupción.
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